Escribo de nuevo desde México, tras una escapada de unos días.
Ya tenemos casita y oficina, y algún puesto de tacos de confianza. La verdad es que estoy contento, asentado en una pequeña rutina de sol y picante y baches.
En cualquier caso, no es eso de lo que quería hablar.
Lo pienso muchas veces. Que alguien lea lo que escribo, o que escuche lo que toco, es genial, pero al mismo tiempo hay veces en que lo siento como hasta una humillación. Porque es personal. Si vale de algo, no hay secretos.
Pero me sucede lo mismo con que no me lean ni escuchen, claro. Porque es personal.
Pero, al menos, así me consuelo, aunque sea un poco humillante mostrar un trozo del páncreas, todo lo que se puede ojear al asomarse es real. Y eso es mucho.
Y por suerte, nadie está obligado a leer ni una sola de estas palabras. Ni siquiera yo. No importa demasiado lo que escriba, así que más vale que sea de verdad. Eso pienso ahora.
Omar Rodríguez Lopez, si no mi guitarrista favorito, el que más me altera el estado de ánimo, habla de dos tipos de personas, o dos tipos de artistas: los empáticos y los cínicos. Los primeros se mueven por su percepción, por los sonidos e historias y símbolos que oyen en la boca del estómago. Los segundos se guían por lo que un tercero pensará de sus decisiones, sean creativas o, simplemente, vitales. Piensan en su público, por decirlo de otra forma.
No creo que una sea mejor que la otra. Aunque el nombre “cínico” suene horrible, sin esa línea de pensamiento, no tendríamos una cantidad brutal de cosas interesantes, como Los vengadores, El señor de los anillos, o incluso, creo, el Quijote.
Crear con otro en mente es un acto muy valioso. Quizá deberían ser los internos y los externos, por eso de que la palabra cínico no acarree encima muchos juicios previos.
La premisa de todo esto, lo importante, es que yo quiero ser de los primeros (creo que lo soy, pero también quiero serlo), y que cada vez creo más que sólo es posible el crecimiento en la incomodidad. Y que ese crecimiento tiene que ser a través de un desnudo radical de las tonterías, si eso tiene sentido, porque es ahí, sin esas capas, donde está la incomodidad útil. (Como aclaración: no es que en la incomodidad esté el crecimiento, es que sólo hay crecimiento a través de la incomodidad. Nadie madura por tener un mal colchón, creo.)
Parece que alguien haya programado el mundo para ser así, un poco perro, para que el camino de mayor resistencia, allá por donde no caería una gota, por ahí es por donde hay que ir si uno quiere hacer algo de la vida.
Y yo quiero crecer.
Hay un vector claro. Por donde jode, por donde el cuerpo dice que no, por ahí es.
El gimnasio. Nuevas habilidades. Hablar con quien te avergüenza hablar.
Y realmente creo que nadie en las nubes programa que uno deba matar al dragón para llegar a salir por el otro lado mejorado. Simplemente es así.
Lo intento explicar.
Parecería que el universo, lo que conocemos, sólo encuentre un estado de verdadero comfort y estabilidad en su estado natural, el vacío. Cuando “es” nada. O cuando no es nada, que es lo mismo. La materia, en sí misma, parece una anomalía entre tanto hueco. Da la sensación de, sólo para existir, lo que sí es deba haber luchado contra el enorme poder de la nada (de que no haya tiempo, espacio, ideas, etc.), y que el universo premie esa pelea, cualquier cosa que avance hacia ese discomfort de luchar contra la nada para que aparezcan más cosas en el mundo (Iron Man, las lavadoras, el crecimiento personal, etc.), porque eso son pequeñas victorias contra el vacío. Uno crece en el barro, no en la tumbona al lado de la piscina, creo. E intuyo que puede tener algo que ver con eso, con que lo que hay es, en sí mismo, una revuelta contra lo que suele o debería ser (nada), y todo está hecho para que ahí, en la lucha y sólo en la lucha, aparezca algo.
Gracias a todos por leer.
Ya casi llegamos a 100 números.