Hoy traemos a una escritora invitada: Paula Palacios García.
La conocí cuando me ganó un concurso literario. Pero no guardo rencor más allá del necesario.
Es broma.
En realidad sí. Incluso, quizá, un poco más.
Quería agradecerle públicamente haber escrito este cuento para el Alipori. Por favor, dadle cariño, aquí o en su Instagram.
Sin mayor dilación, su cuento Mamá:
La cápsula tarda en abrirse más de lo debido. Algún día me quedaré aquí encerrada y no sé si será mejor o peor muerte que cualquier otra. Si, al menos, lo supiese con certeza y fuese capaz de elegir, de tomar una decisión final. Pero yo no soy tan valiente como Estela, que viendo cómo se iban los demás y, sabiendo que no tenemos esperanza alguna, eligió su propia forma de morir. No quiso seguir viviendo más días iguales, no quiso agonizar en este espacio cerrado, aséptico, que nunca será un hogar, por más tiempo que sea habitado. Y eligió la dignidad de decidir una muerte única que nadie conoció antes que ella.
La echo de menos y me pregunto cómo sería su final. Si hubo, al menos, unos segundos en los que pudo observar el cosmos en paz. Si su última visión fue el brillo de las estrellas, o fue el rojo del dolor de que todo le explotase por dentro, el blanco de la agonía de quedarse sin aire, o el negro del vértigo del universo engullendo su cuerpo. También tengo el consuelo de no haberla visto morir como a los demás. La recuerdo como quien recuerda a una amiga que se va a vivir al extranjero. No había duda o miedo en sus ojos, solo firmeza. Por eso, todavía le hablo y, de vez en cuando, le escribo una carta que nunca sabré a qué señas enviar.
Apenas queda comida y la purificadora de agua no funciona. Noto cómo me intoxico. Si no fuese por la falta de gravedad, ya me sería muy difícil moverme. Afuera no hay más que un vacío negro acribillado por diminutos destellos. Dentro huele a deshumanidad, a laboratorio enmohecido, a óbito de hospital. Aún mantengo la mente bastante lúcida y eso es lo que más me mortifica. No soy capaz de cuantificar el tiempo, solo puedo calificarlo. Es lento, pesado, agónico e interminable, a pesar de que tengo la absoluta certeza de que se me acabará de manera inminente. Y aún así, me sobra.
Como cada día, después de tomar el sucedáneo de café, que es lo único medianamente sabroso que queda en este cascarón a la deriva, me siento a escribir. Es lo único que me mantiene entretenida. Le escribo cartas a Estela, preguntándole cómo le va allá donde esté. Pienso que, tal vez, sí haya un más allá. Quizás exista ese Dios en el que nunca creímos o, tal vez precisamente por eso, éste los haya mandado a todos al infierno y estén esperándome allí achicharrados de calor. Al menos la temperatura les resultará agradable, con el frío que hemos pasado aquí últimamente. También escribo a mis padres, y a algunos de los amigos que dejé atrás, hace tanto, que se habrán olvidado de mí. Incluso les escribo a los hijos que nunca tendré, para que sepan cómo es la madre que nunca tendrán y por qué nunca van a nacer. También pienso en los hijos de mis compañeros que son huérfanos y quizás todavía no lo sepan. Tal vez odien a sus padres por haberles dejado atrás, sabiendo que el regreso fue siempre más que improbable.
No hace mucho, mientras le escribía a la niña que fui, contándole que casi conseguí sus sueños, empezaron a carraspear los ordenadores de comunicaciones. Hacía tiempo que no emitían sonido alguno y me sobresalté, ya no tanto por el ruido, sino porque hace tanto que abandoné la esperanza, que ya no supe qué hacer con ella. Y tuve miedo, porque una vez aceptada la seguridad de mi muerte, ya sólo me tortura el tedio de la espera. Pero volver a la duda, tener de nuevo la posibilidad de aferrarse de algún modo a la vida, de una forma que ya no sé si tendré fuerzas para afrontar, me resultó aterrador. La incertidumbre te mina el cerebro con la misma facilidad que un gusano se come una manzana por dentro. Entre todos los chasquidos, había un sonido que cobraba cada vez más definición. Era como cuando pierdes un pequeño transistor encendido y vas rastreando, siguiendo las voces. Así, llegué hasta la cápsula de Estela. La pantalla de comunicaciones personales estaba encendida y, en ella, se agitaba la imagen de un chico. Apenas podía entender lo que decía. Sólo me sonaba clara la palabra mamá. Mamá, todo el rato mamá. Y mamá no estaba, porque Estela había saltado al vacío negro que nos rodea. Porque estaba completamente segura de que jamás volvería a escuchar la voz de su hijo llamándola mamá. Porque lo dio todo por perdido y decidió irse sin mirar atrás.
La comunicación se cortó enseguida, aunque continué tumbada en la cápsula de Estela un buen rato. La pantalla se había ido a negro, pero mi cabeza seguía viendo a su hijo. Parecía un chico guapo, no podía distinguirlo bien, pero con mis manos tocaba la pantalla como si pudiese acariciarlo, como si el frío del plasma pudiese siquiera recordarme al tacto de la piel de otra persona. La cápsula todavía olía a Estela. Reposé mi mejilla sobre el tejido y fue como tumbarse sobre el pecho de alguien a quien quieres. Decidí quedarme a dormir ahí todas las veces que considero que es noche. Es como dormir un poco acompañada.
Sigo escuchando la palabra mamá por todas partes. Todo este tiempo lento, pesado, agónico e interminable, escucho al hijo de Estela. Me siento un parásito consumiendo los restos de los recuerdos de su vida. No sé que hacer con aquel mensaje que era para ella. Era su esperanza y no la mía.
Nadie más contacta desde entonces. No hay más mensajes, sólo aquel mamá. Mamá flotando en mi cabeza, mientras me intoxico con el agua, mientras desfallezco de inanición, mientras le cuento a Estela que ha venido su hijo a verla, mientras le escribo a nadie cartas que vagarán para siempre en el espacio sin ser leídas. Cartas yermas, como nuestras vidas, que se agotaron intentado alcanzar una quimera.
Sola, en medio del universo, de un espacio al que nadie ha llegado antes, agonizo con la voz de un hijo ajeno retumbándome en la cabeza.
Mamá.
Mamá.
Mamá.